Entrevista con el escritor y viajero Antonio Picazo, autor de «Viajeros lejanos»

Desde aquel lejano Un viaje lleno de mundos (Entrelínea Editores, 2003), donde se acercaba al continente americano demostrando una mirada original y una audaz ambición literaria, habíamos querido conocer a Antonio Picazo, deseo que fue aumentando a medida que leíamos sus jugosas crónicas en la desaparecida versión en papel de la revista Altaïr. Después de devorar su magnífica última obra, Viajeros lejanos (Ediciones del viento, 2015), nos decidimos por fin a contactarle para charlar sobre viajes, libros y viajeros, y sobre los secretos del que ya es, sin duda, uno de los libros del verano.  

Exigente, de honestidad a prueba de bombas y nada amigo de lo políticamente correcto, Antonio Picazo responde a nuestras preguntas con dardos precisos y sin concesiones, y afirma no tener ningún interés por quien “va todos los años a la misma arracimada playa, lee novelitas como El tiempo entre costuras o te llena una conversación de tópicos política y socialmente correctos”. Los corsés de la literatura de viajes, las absurdas razones por las que algunos dicen viajar o sus viajeros favoritos son sólo algunos de los temas que repasamos con él en esta conversación largamente esperada que ahora compartimos con todos vosotros.

Vertierra: Si bien seguimos dentro de la temática viajera, este libro se aleja un poco de tus anteriores obras, centradas en tus experiencias por el mundo y más, digamos, autobiográficas. ¿De dónde surge el proyecto? ¿Ha sido muy diferente el proceso de escritura?

Antonio Picazo: Hace tiempo que tengo la idea de desenvolverme en otros géneros que no sean exacta y puramente el de literatura de viajes. “Viajeros lejanos” reúne tres estilos diferentes, aunque complementarios: el histórico, el biográfico y el viajero. De hecho, en las librerías, este libro está en la mesa de la sección de historia y no en la de viajes. Y no acabará ahí la cosa: tengo el proyecto de escribir un libro de ficción narrativa que, aunque se nutrirá de mis experiencias viajeras, contendrá una cuota de libertad de la que a veces no disfruta la literatura de viajes. En este último género hay que, fundamentalmente, contar verdades, y en el de ficción no necesariamente, y ya me he cansado de contar tantas verdades.

En cuanto a la segunda pregunta, el proceso de escritura de Viajeros… ha sido diferente, sobre todo en lo que se refiere a su aspecto documental. Me ha llevado mucho tiempo y esfuerzo, pero su resultado ha sido muy interesante y gratificante. En cuanto al desarrollo del propio texto, no he tenido muchos problemas. Con los recursos que me ha dado mi práctica habitual de escribir y elaborar textos, el camino ha sido relativamente fácil.

«El que viaja por huir de la realidad no necesita viajar, lo que necesita es un psiquiatra.»

 

viajeros-lejanos

VT: El abanico de viajeros  presente en el libro es ciertamente impresionante, pero en todos ellos parece latir un impulso primero: el deseo de dejar atrás la propia vida y salir al encuentro de lo desconocido, un poco en la línea de lo que se ha llamado el síndrome de Montaigne: el viaje como huida de la realidad, pero también como impulso de descubrimiento. ¿Te sientes identificado con esta definición? ¿Es esta doble pulsión lo que define a un verdadero viajero?

AP: El síndrome de Montaigne me parece una gilipollez. El que viaja por huir de la realidad no necesita viajar, lo que necesita es un psiquiatra. Puedo entender que alguien considere que precisa un cambio de aires (eso es bueno), pero esto no significa huir de nada. Yo creo que lo que puede definir a un viajero es su sentido de la curiosidad, sus ganas de nutrirse de las cosas de la vida, de entender que, más allá de su ombligo, hay vida inteligente e interesante. Lo demás es utilitarismo. El que viaja por descubrir algo concreto casi siempre tiene un oscuro deseo, un objetivo perverso: ser más rico, ser más famoso, cubrir de aventura sus ambiciones. Muchos de mis viajeros lejanos eran así: tipos al servicio de un proyecto colonial, neuróticos que deseaban reafirmarse al precio que fuera, acomplejados racistas anglosajones que querían demostrar que su raza era la mejor, mujeres espías, misioneros con sus mensajes doctrinales…

VT: Viajeros o exploradores célebres como Núñez de Balboa, Mark Twain o Humboldt comparten espacio con viajeros anónimos o desconocidos, como Mary Seacole o Luis Gálvez. ¿Cuál fue el criterio para elegir a unos y otros?

AP: Precisamente, uno de los objetivos principales fue que el libro contara con una buena variedad de perfiles. En Viajeros lejanos hay hombres y mujeres, españoles y extranjeros, clásicos y contemporáneos, triunfadores y perdedores, malvados y bienintencionados. Esa diversidad está siendo el activo primordial de la obra, una de las cosas que, por lo que me dice la gente, más está interesando.

VT: Entre todos ellos, hay también un buen listado de viajeros españoles, como Pedro Páez, Juan de la Cosa o Luis Gálvez… ¿Cuál es tu preferido, aquel que ejemplifica mejor la esencia del viajero?

AP: Pedro Páez es uno de mis preferidos, porque, sin pretenderlo, fue el primer europeo y occidental en ver, en descubrir, vaya, las fuentes del Nilo Azul. De entre todos los personajes de Viajeros lejanos, a quienes más simpatía tengo es a aquellos que triunfaron a su pesar, los que llegaron a lugares muy potentes o hallaron grandes fenómenos sin querer, porque habían ido a aquellos destinos para otra cosa. Por ejemplo, y además de Pedro Páez, me gustan mucho Johannes Rebmann y Johann Ludwig Krapf, quienes, pertrechados tan solo con sendas sombrillas y biblias, descubrieron nada menos que el Kilimanjaro y el monte Kenia; o Henry Mouhot, que redescubrió Angkor cuando había ido a la selva de Camboya a buscar especies animales y botánicas. Otro personaje que me cayó bien desde el principio fue Mary Seacole, una enfermera mulata jamaicana que no sólo luchó contra las enfermedades o la devastación de la guerra, sino también contra el puritanismo clasista y memo de la Inglaterra de su tiempo. Y claro, Mark Twain, el personaje que más se parece a mí por su manera de entender el viaje y la literatura.

VT: A pesar de que el libro participa del romanticismo de los grandes exploradores de antaño, tu mirada no se permite abandonarse al simple goce de un relato más o menos épico o legendario. La ironía está muy presente en algunos capítulos, y se anuncia ya en ese Antiprólogo donde el lector descubre que no se va enfrentar a un libro de retratos hagiográficos al uso. Incluso parece que quisieses reivindicar la parte menos idealizada del viaje…

AP: Así es. Si hubiera escrito un libro de meras biografías repletas de jabón amable, me hubiese aburrido enormemente, incluso me hubiera sentido incómodo. Aunque no necesariamente el tratamiento de los personajes es fundamentalmente destructivo, para aquellos que con su descubrimiento documental me parecieron unos cretinos, segregacionistas, mezquinos, miserables… pues nada, leña al mono. De hecho, como “castigo”, no he incluido a algún que otro personaje de tradicional “buena prensa” en la selección de Viajeros lejanos. Tal es el caso del racista y genocida H. M. Stanley.

«No sé si mis libros animan a viajar o no. Desde luego, ese no es el fin de mis textos.»

VT: Tus libros animan a viajar, pero también reivindican una manera más pausada de conocer el mundo: el libro, que desde tiempos de San Agustín se identifica con el viaje. En tu caso, ¿son viaje y lectura dos caras de la misma moneda?

AP: No sé si mis libros animan a viajar o no. Desde luego, ese no es el fin de mis textos. A mí me da igual que la gente se anime o no a viajar: yo no estoy para hacer labores sociales. Eso sí, una cosa lleva a la otra. En una cena de amigos prefiero a la gente que sabe viajar, a quienes saben escoger buenas lecturas o hacer llegar pensamientos interesantes y, sobre todo, originales. El que va todos los años a la misma arracimada playa, lee novelitas como El tiempo entre costuras o te llena una conversación de tópicos política y socialmente correctos no me interesa; lo que es peor, me aburre.

Antonio Picazo visitando a los masais.

Antonio Picazo visitando a los masais.

VT: En el libro, se percibe el diálogo o tensión entre dos tipos de viajes: el “turístico y meramente placentero” y aquel que intenta “profundizar en la autenticidad y el conocimiento de los lugares y sus cosas”. Hoy en día, turista y viajero son dos categorías que se pretenden distintas o enfrentadas. ¿Crees que es así? ¿Sigue siendo posible viajar sin hacer turismo?

AP: No existen viajeros o turistas, lo que existe es un talante para viajar, un comportamiento de vida y en la vida, de inquietud, de crítica, de comprender a los demás y sus circunstancias. Esto, por supuesto, lejos del buenismo y del paternalismo ejercido frente a otros pueblos y culturas. No me gusta el conformismo alienante y alienado de lo que entendemos como turista, pero menos me gusta aquel tipo despreciativo con su entorno habitual, el que presume porque viaja al estilo “guay”, el que va de viajero-aventurero creyendo que se está comiendo el mundo porque ha sido el primero que ha dado la vuelta al mundo en monociclo y en calzoncillos. No, este tío no se está comiendo el mundo: apenas ha estado de tapeo; e ir de tapeo por la vida no es para presumir.

VT: Muchos de los retratos se publicaron en la revista Altaïr, un ejemplo de buen hacer y de pasión por el viaje y la palabra. ¿Qué puedes decirnos de ella?

AP: Altaïr, en su formato de papel, y como tantos otros medios, murió porque no pudo soportar la crisis ni la competencia de Internet. Fue una lástima porque fue una referencia seria en la información, la actualidad y la cultura viajera. En el sepelio de Altaïr había muchos plañideros cínicos que se rasgaban las vestiduras, los mismos traidores que luego se bajaban la información –más bien mala– gratuitamente de las páginas web y de los insustanciales blogs de viajes.

VT: ¿Qué autores de literatura de viajes recomendarías a nuestros lectores?

AP: Un español: Josep Pla. Un extranjero: Peter Matthiessen. Y, claro, como he dicho antes, siempre Mark Twain.

VT: Eres el impulsor de la llamada “Tertulia Madrileña de Viajes” en la que han participado muchos de los grandes nombres del viaje en España, como Alberto Álvarez Figueroa o Manu Leguineche. Háblanos un poco de la iniciativa. ¿Cómo surgió? ¿Está abierta a cualquier participante o hay que acreditar caché viajero?

AP: Aquella tertulia de viajes de la que hablas y que en su momento promoví, ya quedó amortizada (la mantuve durante 28 años). Ahora formo parte de otro colectivo viajero, aunque formado también por gente a quien le apasiona la literatura de viajes. Son personas que proceden esencialmente de los cursos y talleres sobre escritura y literatura de viajes que imparto regular y principalmente en Madrid. Este grupo está abierto a aquellas personas a quienes les pueda interesar ambas cosas, el viaje y la literatura, especialmente de viajes.

VT: Después de recorrer más de 60 países en todos los continentes, seguro que llevas la mochila llena de anécdotas jugosas. ¿Compartirías alguna con nosotros? ¿Qué es lo más raro que te ha pasado en un viaje?

AP: Naturalmente, ha habido un buen número de anécdotas que me han salido al paso. Muchas de ellas las cuento en mis tres libros de viajes. Por ejemplo, aquel ritual de toma de ayahuasca en Iquitos (Perú) cuando la gente –incluido yo– que asistía a oscuras a la ceremonia pensaba que el ruido que oíamos (como un extraño y continuo toc-toc) provenía del más allá, producido sin duda por los espíritus de la selva. Luego resultó ser una gallina que andaba picoteando una caja de cartón que había debajo de una mesa. O aquel pueblo de Guatemala donde sus habitantes, o bien estaban todos locos o bien me tomaban el pelo, porque cuando preguntaba a qué hora iba a celebrarse la procesión de La Conquista cada cual, de manera infalible, me decía una hora diferente, incluso un día diferente. Nadie coincidía en una misma hora y fecha. Aquel pueblo de lunáticos se llama Tac Tic. No podría llamarse de otra manera.

VT: ¿Cuál fue tu primer viaje o tu primer recuerdo de un viaje?

AP: Mis primeros viajes fueron a Alicante para veranear. Yo era muy pequeño, pero recuerdo que en todos aquellos trayectos, de manera garantizada, siempre me mareaba. Luego, mira, qué lejos he llegado. De hecho, ya no me mareo.

Mi primer viaje al extranjero fue a Inglaterra. Me alojé en una casa de clase media inglesa, un tanto extraña porque en aquel lugar no había agua en la cisterna del baño: tenía que llenar un cajón de la cómoda con agua de un grifo y así aligerar el inodoro. Recuerdo que le ofrecí un cigarrillo Ducados al hijo de la patrona, cuando un Ducados era un elemento potente y no el envoltorio de paja que es ahora. Bueno, pues casi mato al chico. Su madre no me lo perdonó nunca.

VT: ¿Y tu siguiente destino? ¿Qué le queda por conocer a Antonio Picazo?

AP: Espero ir al nacimiento del Nilo Azul, en Etiopía, siguiendo los pasos de Pedro Páez. Me quedan por conocer otros muchos países, aunque también es cierto que muchos de ellos no me interesan. A veces prefiero repetir un destino interesante que coleccionar países.

 

Fast check

Un lugar para perderse
La isla de Mozambique (Mozambique).

La mejor copa me la tome en…

En Agadez (Níger). Fue una gran clara de cerveza extremadamente fría, justo después de salir del desierto. Aquella fue una experiencia tan fundamental que, desde entonces, ya no he vuelto a ser el mismo.

Un restaurante que hay que conocer 

Cuando viajo no tengo un interés especial en comer en restaurantes. Los mejores sitios donde he comido eran garitos que, si bien disponían de una comida francamente mejorable, estaban llenos de sabor ambiental. Recuerdo una pequeña casa de comidas en la parte vieja de Catania, en Sicilia, cuya atmósfera parecía sacada de una película neorrealista italiana: manteles con tantos lamparones como cuadros, olor a repollo, señoras de luto viendo la televisión -no estaban allí para cenar, sino para ver la televisión- y el dueño del tugurio, Horacio, un tipo muy salado y tremendamente gordo que se quitaba la dentadura postiza para hacer sobre mi mesa una especie de juegos eróticos, utilizando los dientes como marionetas. Siempre recordaré aquellas escenas.

Un lugar al que volverías siempre

Praga, Lisboa y el mercado de Kariako en Dar es Salaam (Tanzania), un sitio muy feo, pero tan vital que hasta los cables de luz tienen vida. En todos estos lugares he estado varias veces.
Un lugar al que no volver

Australia.

 

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