Los rohingyas son una minoría musulmana que vive en Myanmar, un país budista y con una alta devoción religiosa. Son, declarados por ellos mismos, indígenas descendientes, en su mayoría, de los colonos que vivieron en la zona en los siglos XIX y XX.
La práctica activa de ambas religiones, islámica y budista, unida a un gobierno militar, hizo que en el año 1982, esta minoría fuese despojada de su nacionalidad, pasando a ser -y aún siendo a día de hoy- inmigrantes ilegales tanto en la antigua Birmania como en Bangladesh, el país vecino.
Desde entonces, los abusos a esta población han sido intermitentes. Sin embargo, todo cambió en el año 2012. Fue en este año en el que se produjeron choques entre las comunidades más notorios, incluyendo la muerte de decenas y decenas de personas, aunque la mayoría compuesta por los islámicos. Una de las acciones desencadenantes de esta persecución de la que hablamos hoy fue la quema de aldeas, que obligó a que 120000 rohingyas huyesen, terminando como desplazados en varios campamentos birmanos.
En 2016 se pasó a vivir una auténtica campaña de terror que duró cuatro meses y en la cual eran actuaciones sistemáticas las violaciones, ejecuciones, detenciones en masa, y destrucción de aldeas. En teoría, dichas actuaciones surgieron para calmar la situación derivada de algunos ataques fronterizos que supuestamente fueron llevados a cabo por rohingyas insurgentes. En este caso fueron 74000 los islámicos los que tuvieron que huir hasta unos campamentos que ya llevaban 4 años atestados.
El siguiente agosto el Ejército volvía a la carga después de que, esta vez sí, algunos rebeldes rohingyas atacaran a las autoridades y provocasen 12 muertes. Más brutalidad, más recrudecimiento, más aldeas incendiadas y más ejecuciones.
Parece más que evidente que lo que el ejército desea es deshacerse de la minoría. Esta afirmación se desprende del hecho de que los militares, tras espantar, violar y asesinar, también destrozase cosechas, quemase viviendas de inocentes y robase o matase el ganado, asegurándose de que la población no pudiese continuar viviendo de los recursos de la zona.
En este caso el éxodo terminar por unir a medio millón de rohingyas que se hacinan en campamentos fronterizos.
Algunos, unos 11000, tienen la suerte de haber recibido recursos para construir cabañas de bambú en una ladera de la ciudad de Balukhali. Sin embargo, poco ha durado la buena suerte puesto que hace nada un ciclón destruyó sus refugios. El alimento es escaso, los monzones y clclones, continuos y ya se conocen nuevas y próximas operaciones militares en la zona.
Los que han pasado la frontera no corren mejor suerte puesto que no pueden acceder a empleos (algunos hombres trabajan en el arroz o en las salinas por menos de un uro al día), los niños no son escolarizados ni se accede, por supuesto, a la sanidad del país vecino. De hecho, Bangladesh no tiene intención ninguna de eternizar su estancia y ya se está perfilando un plan para aislar a los rohingyas en una isla en la bahía de Bengala.
Estos sucesos hacen que los rohingyas se hayan convertido ya en una de las minorías más perseguidas de todo el mundo.