Viajar a Myanmar: el país de los monjes

Comenzamos una nueva serie dedicada a la antigua Birmania (hoy Myanmar): impresiones, consejos, relatos de los días pasados entre las amables gentes de un país todavía desconocido y que contiene uno de los patrimonios arqueológicos más impresionantes de todo el Sudeste Asiático. Porque viajar a Myanmar es encontrarse con un crisol de pueblos y etnias, con ciudades de nombres legendarios, con un país rico que, poco a poco, abre sus puertas al mundo. 

Monjes en MyanmarTodas las mañanas, las calles y senderos de Myanmar se llenan de monjes que, en silencio y en ordenada fila india, salen en busca de su sustento diario sin levantar jamás la cabeza del suelo. Las sombra de estos hombres en perpetua meditación, con sus manos asidas a un rudimentario cuenco, se desplazan por los caminos y calles de todo el país con la solemnidad (pero sin el ruido) de una procesión de Semana Santa, y así ha ocurrido (y sigue ocurriendo) desde hace siglos en este país que fue el más hermético del mundo hasta que hace unos años comenzase su proceso de apertura hacia el mundo.

La imagen, de hecho, se repite a lo largo y ancho de todo el país, sin importar que nos encontremos cerca de un kyaung (monasterio budista) de la región de Sagaing o en las abarrotadas calles de Yangón. A juzgar por la normalidad cotidiana de este triángulo ceremonial que aúna religión, respeto y generosidad, no hay nada sorprendente en el rito diario de estos monjes, aunque su número pueda asombrar a quien no conoce las costumbres de Myanmar, un país donde el 85% de la población profesa la fe budista y que contabiliza la asombrosa cifra de más de 500.000 mil monjes.

Templos en BaganAsí que es cierto: Myanmar es, sin lugar a dudas, el país de los monjes, pero es también el de los templos o pagodas. Bagan, antigua capital regia de resonante nombre, todavía atestigua la colosal tarea de construcción del antiguo reino birmano, pues fue allí, en la inmensa planicie que rodea el curso del río Ayeryarwady (antes Irrawady) donde reyes y plebeyos compitieron antaño por demostrar su fervor religioso erigiendo para ello más de 5.000 templos y estupas en apenas dos siglos y medio de andadura. Fueron tiempos de auténtico esplendor para el sofisticado reino birmano, enriquecido por el profuso comercio fluvial con sus vecinos: China, la antigua Ceilán y la India. Hoy, apenas quedan unos 2.000 templos en distinto estado de conservación, pero la visión de Bagan, con sus pináculos dorados bajo el sol de la tarde asomando entre las copas de los árboles, sigue siendo poderosa a pesar de la erosión del tiempo, que se ha llevado consigo lo que Marco Polo describió como “torres cubiertas de oro y plata”: las pinturas, los enlucidos de yeso, el pan de oro que cubría la superficie de muchos de los templos y que fueron un día el orgullo de los birmanos. Pero aún hoy, este sobrecogedor paisaje, selvático y religioso a un mismo tiempo, sirve al viajero de indicador de la religiosidad de los birmanos, de la armoniosa convivencia del budismo con los ciclos de la naturaleza, mientras llena nuestros pulmones de los aromas de un país que, todavía hoy, exhala para el viajero un aliento a leyenda y tiempo detenido.

Viajar a Myanmar_monjes en BaganAl viajar a Myanmar, el viajero debe saber que la sugestión resultará inevitable. A la visión de los inevitables desfiles de monjes con sus brillantes túnicas rojas (desfiles donde los jóvenes son sorprendentemente abundantes, no en balde casi todos los jóvenes del país pasaran por un monasterio antes de los 20 años), se suma la sonoridad de los topónimos: Mingún, Amarapura, Ava, Mandalay… Nombres que retrotraen a otra época, a realidades oscurecidas por la historia y la literatura y que hoy se resisten a perecer bajo el desarrollismo de algunas de sus ciudades, donde el cemento y el hormigón sustituyen con presteza al antiguo ladrillo y las casas de estilo colonial. Aun así, todo aquí resulta evocador: la delicadeza y amabilidad de los habitantes del país, las brumas que el calor levanta sobre la selva al amanecer, los arados tirados por bueyes, los rickshaws a pedales o los mercados fluviales, y hasta las piedras preciosas (rubíes, jades y zafiros) que se ofrecen con demasiada facilidad al visitante.

Y es por eso que comenzamos así, un tanto melancólicamente, el relato de nuestro encuentro con la antigua Birmana, hoy Myanmar (“Fuerte y rápido”), una tierra que jamás cedió ante los colonizadores birmanos, que vio nacer y morir a conquistadores y que consiguió aglutinar a etnias y pueblos guerreros de las más diversas costumbres y procedencias, dispuestos a evitar el saqueo de sus maderas nobles, de sus rubíes y zafiros, del estaño, el tungsteno y el zinc que aguarda bajo la selva, protegido por la majestuosidad de sus templos y la paciente constancia de sus monjes.

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