Muchos son los lugares y ciudades que apuntamos en nuestro cuaderno antes de viajar a Myanmar, pero también nos dirige el deseo ocasional de desviarnos de la ruta trazada en busca de algún regalo del azar. La colina de Sagaing, que habíamos borrado de nuestro itinerario inicial, fue una de esas sorpresas que deparan los viajes, al menos aquellos que se emprenden con el espíritu abierto de quien se deja llevar por el instinto, la casualidad y las anónimas sugerencias.
Animados por nuestro guía local, y después de conocer la legendaria y caótica Mandalay, decidimos acercarnos a la cercana Sagaing (a apenas una veintena de kilómetros) con el objetivo de ascender a su famosa colina y disfrutar de las vistas del rio Ayeryarwady, vistas que, al decir de todos los viajeros con los que nos cruzamos, se anuncian como una experiencia fascinante, pues “allá donde pongan los ojos –como nos relata un argentino con el que compartimos una cerveza en un abarrotado café de Mandalay- verán a Buda reflejado en templos, estupas y monjes”. Quizá la intensidad de nuestra experiencia no alcanzó tales alturas místicas, pero sin duda contemplamos la magnificencia de la unión de budismo y naturaleza que tanto impresiona a todo el que decide viajar a Myanmar.
Y en verdad es un acierto acercarse a Sagaing y recorrer el kilómetro escaso que, en dirección norte, separa el mercado de la ciudad de la colina, y ascender, con paciencia birmana, la escalera de piedra que, desde el sur, conduce a la cima resguardada por una frondosa hilera de acacias y flanqueada por varios monasterios. No nos es sencillo encontrar esta entrada pero, finalmente, las indicaciones de nuestro argentino de Mandalay dan su fruto (¡Gracias, Juan Pablo!) y, en medio de la carretera, encontramos los dos leones blancos que flanquean la puerta con cara de circunstancias.
Empezamos el ascenso peldaño a peldaño acompañados por decenas de fieles y un buen puñado de turistas, mientras nos detenemos de vez en cuando para observar los templos y escuelas de los lindes del camino. Sin embargo, decidimos apresurarnos en pos de nuestro objetivo declarado: la Pagoda Soon Oo Pon Nya Shin y sus vistas del río Ayeyarwady.
El resultado no nos decepciona. Las vistas son literalmente impresionantes: casi 500 estupas doradas y decenas de monasterios configuran un paisaje que casi rivaliza con el de Bagan y cuya contemplación, tal y como nos habían anticipado, tiene el efecto de detener nuestra percepción del tiempo. Es tanta su belleza, y tan hipnotizante el contraste entre el verde de los árboles, el dorado de las cúpulas y el blanco impoluto de los muros, que entendemos en seguida por qué los birmanos acuden aquí a meditar casi desde tiempo inmemorial.
Levantada en el año 1312, el interior de la pagoda es en realidad una especie de pastiche budista, con modernas estatuas de buda divididas entre varias salas y el inevitable dorado que acompaña siempre a cualquier edificio sagrado de Myanmar. Pero las vistas merecen (y mucho) el esfuerzo de la subida. Después de más de dos horas de disfrute contemplativo, casi perdida toda noción del tiempo, comenzamos nuestro descenso avisados por un lugareño, antes de que la luz del atardecer comience a caer lentamente sobre el horizonte.
En nuestro regreso, escogemos por equivocación la escalera este, directos hacia el río Ayeyarwady, arteria que recorre el país de norte a sur y por el que circulan barcos y barquitos de todo tipo: canoas de madera, ferris cuyo óxido parece agarrado a la quilla desde época colonial, pero también algún lujosos crucero repleto de turistas australianos y neozelandeses. En realidad pretendíamos bajar por el acceso oeste para poder acceder al templo de Tilawkaguru, construido en el interior de una cueva repleta de murales y que los expertos datan en el año 1672. Para cuando nos damos cuenta, se está haciendo de noche y, no sin cierta tristeza por el despiste, decidimos regresar a Mandalay, nuestro centro de operaciones, sin poder olvidarnos de las majestuosas vistas de la colina de Sagaing y prometiéndonos volver en cuanto nuestras vidas y bolsillos lo permitan.
Sin duda, volveremos a Sagaing.