Viajar a Myanmar: un paseo por Yangón

Yangón, o Rangún, es la capital de Myanmar, una ciudad de más de cuatro millones de habitantes cuyo nombre significa “ciudad sin enemigos” y que recorrimos a pie, en taxi y en autobús durante dos días. Casitas coloniales, pagodas, mercados, salones de té… conforman una urbe que parece detenida a medio camino entre dos tiempos. Tradicional y moderna, la ciudad (como todo el país) se encuentra sumergida en una dinámica de cambio parecida a los vividos por Hanói o Nom Pen, con agudos contrastes entre dos modos de vida que pugnan por prevalecer. Caótica y vital, Yangón es la puerta de entrada en cualquier viaje a Myanmar, y no nos la podíamos perder. Te contamos nuestra experiencia paseando por la ciudad.

Lo primero que hay que decir es que, a pesar de lo que hayan podido leer en otros lugares, Yangón es efectivamente una «ciudad sin enemigos», un lugar perfectamente seguro y cada vez más acostumbrado a recibir visitantes extranjeros, con todo lo que esto implica (ventajas y desventajas). Lo entendimos enseguida, al llegar de madrugada al aeropuerto y enfrentarnos a la furiosa competencia entre los taxistas que querían apoderarse de nuestras mochilas, siempre con una sonrisa, pero decididos a hacerse con el premio de trasladarnos a algunas de las variadas casas de huéspedes de la ciudad. Después de regatear un poco (verdadero deporte local en todo el país), nos montamos en el taxi elegido y disfrutamos de nuestro primer recorrido por las calles de la ciudad.

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Era muy tarde, alrededor de las tres de la madrugada, y las calles de la ciudad parecían curiosamente vacías para una urbe de estas dimensiones. Nada vimos de extraño aquella noche, a pesar de pasearnos largo rato por uno de sus barrios coloniales saltando de alojamiento en alojamiento hasta encontrar uno que resultase limpio y asequible y estuviese lo suficientemente céntrico como para poder acometer caminando algunas de las rutas que ya traíamos preparadas.

Un consejo para futuros visitantes: por la noche, Yangón tiene un servicio de autobuses bastante decente, y es la manera idónea de trasladarse si vuestro presupuesto es escaso.

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Fue esta una visita casi clandestina y, por una vez, no frecuentamos ninguno de los hoteles recomendados por las agencias locales con las que habitualmente colaboramos, pues queríamos experimentar la ciudad sin anteojeras, y la experiencia desde luego que mereció la pena. Por apenas 20 dólares, conseguimos una habitación lo suficientemente decente como para pasar dos días en la ciudad, y en seguida nos pusimos a andar por las populosas calles de Yangón, aprovechando lo céntrico del alojamiento y la cercanía de la Sule Pagoda, que coincide con el centro neurálgico de Yangón.

Después de desayunar en una típica casa de té, nos acercamos a la Pagoda, donde (casualidades de la vida), una pareja de españoles nos llevó a un edificio colindante desde el que (según decían), se podía ver la pagoda desde arriba. Después de atravesar varias oficinas no demasiado modernas, y de pagar una “propina” al encargado, descubrimos que, efectivamente, la pagoda nos sonreía majestuosa desde abajo.

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Todo parece hacerse así en Yangón, de manera algo improvisada, lo que acentúa el magnetismo de la ciudad y de la experiencia del viaje, siempre cargado de sorpresas, giros, cambios de rumbo, como deben ser siempre los viajes de verdad: azarosos, sorprendentes, caóticos incluso. O así nos gusta pensarlo.

A partir de aquí, todo fue caminar y caminar, perderse por las calles de la capital y observar el contraste de los viejos edificios coloniales, repletos de viejos generadores eléctricos anclados en sus fachadas: una solución a los constantes cortes de energía que sufre la ciudad, efecto de un desarrollo excesivamente acelerado. En todo caso, los locales parecen tomárselo con humor.

La parte colonial de la ciudad merece mucho la pena. Parecía que recorríamos las calles de la antigua Saigón, con vehículos de la década de los 70 (impagables las camionetas destartaladas, expulsando nubes de humo pero aún operativas, algunas de ellas magníficamente decoradas), edificios de antes de la Segunda Guerra Mundial, iglesias escondidas, improvisados rickshaws fabricados con una bicicleta y cuatro palos unidos por correajes, pasajeros agarrados a las traseras de los coches, cargados con mochilas y gallinas, que parecían equilibristas, siempre a punto de desprenderse y golpearse sobre el asfalto, aunque no vimos en nuestros dos días ningún accidente ni topetazo digno de mención, comprobando de nuevo que, si es necesario, las personas aprendemos a movernos con lo que tenemos.

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Y luego están los puestos de comidas, decenas de ellos apareciendo en cualquier esquina, con los comensales sentados a horcajadas alrededor de diminutas mesas y sillas de plástico; o los puestos ambulantes con todo tipo de productos y animales a la venta, las pequeñas lonjas improvisadas a orillas del río Yangón, verdadero canal comercial y vital de la ciudad.

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Y por supuesto, como en todo el país, pagodas y monjes por doquier, desde el buda sedente de Chauk Htat Gyi, gigantesco y sereno con sus más de 65 metros de largo y sus gigantescos pies hermosamente trabajados, hasta la imprescindible y magnífica Pagoda de Shwedagon, cuya visita narramos en otro post de esta bitácora.

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Quizá otro día os contemos otros encuentros azarosos por las calles de Yangón y os hablemos de las faldas tradicionales de los hombres, del extraño moho que recubre la mayoría de sus edificios tras el paso de los monzones, o de sus delirantes cines, de fachadas de colores y carteles pintados  a mano. Pero por ahora, baste esta impresión de un paseo de dos días por Yangón, también Rangún, una ciudad que no debes perderte si, finalmente, logras cumplir el sueño de viajar a Myanmar.

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