En medio del desierto, vacía y abandonada durante más de medio siglo, nos encontramos con uno de los lugares más misteriosos e impactantes que hemos visitado últimamente: la ciudad fantasma de Kolmannskuppe, solo una de las sorpresas que nos encontramos al viajar a Namibia.
Situada a escasos kilómetros de la ciudad costera de Lüderitz, esta antigua ciudad minera es un lugar detenido en el tiempo, atrapado entre las dunas del desierto. En seguida sentimos estar en una vieja ciudad del lejano oeste americano, como aquellas poblaciones de madera surgidas del impulso de la fiebre del oro. Aquí, en Kolmannskuppe, fue también una fiebre la que atrajo a los mineros alemanes a este rincón del mundo. Una más valiosa y brillante, y también más peligrosa: los célebres diamantes del desierto del Namib.
El nombre de esta explotación minera procede del afrikáans, lengua derivada del neerlandés que se habla en Namibia y Sudáfrica. Por lo visto, Kolmannskuppe significa “colina de Kolman”, y debe su sonoro nombre a una historia bien pedestre: el tal Kolman, en realidad un humilde transportista, se vio obligado a abandonar su preciado tiro de bueyes en la ladera de la colina al verse sorprendido por una tormenta de arena. La carreta se quedó allí abandonada, con apenas uno de sus lados emergiendo sobre la arena, convirtiéndose rápidamente en un punto de referencia para todo viajero que atravesase la ruta hacia Lüderitz.
Toda la atmósfera de este sitio transmite un halo de misterio bastante surrealista, como si se nos permitiese viajar en el tiempo y observar un pedazo del pasado. Transitar sus calles es encontrarse con todo tipo de instalaciones abandonadas: la bolera que parece aguardar desde hace décadas a nuevos jugadores, los utensilios de hierro abandonados en las tiendas, los carteles con anuncios, los edificios colonizados finalmente por las dunas del desierto… Desde el cartel de entrada, anticipo de la rara experiencia que íbamos a vivir, hasta el coche de época oxidado y atravesado por las balas, todo aquí es en cierta manera inquietante, como si el desierto hubiese querido honrar la historia de este rincón que el gobierno alemán llegó a calificar como Sperrgebiet o “zona prohibida”, en la esperanza de monopolizar (como así hicieron) la extracción y comercialización de diamantes a través de la oscura Deustche Diamantengesellschaft o “Compañía alemana de diamantes”.
Arrastrada por el brillo de la codicia diamantina, la ciudad creció con rapidez, desarrollando sus servicios en un nivel inusitado para un paraje desértico como este: una escuela, una central eléctrica, la sala de baile, el gimnasio, la piscina, el casino… e incluso un hospital que estrenó la primera sala de rayos X de todo el hemisferio sur. El declive, sin embargo, llegó pronto, tras la crisis del precio de los diamantes de los años 20, hasta quedar totalmente deshabitada en los 50. Y de ahí, al largo olvido del desierto.
Fue en la década de los 80 cuando la compañía minera De Beers decidió restaurar algunos edificios y levantar un museo, ideando la atracción turística que es hoy. El efecto, como ocurre siempre, es paradójico: por un lado, el viajero entra en contacto con un mundo agotado y perdido, pero lo hace sin saber con certeza qué es realidad y qué atrezo. La experiencia es, en todo caso, sugerente, a pesar de que es común encontrarse con riadas de turistas que acuden a las visitas guiadas del museo. Hay, sin embargo, una manera de pasear sus calles vacías sin las molestias de la muchedumbre. Hagan como nosotros: alquile un coche y acérquese a primera hora por aquí, antes de la primera oleada de visitantes de las 9:30, y tendrá el extraño placer de caminar por una de las más célebres ciudades fantasma del mundo.
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